La primavera, tras los inevitables nueve meses de ausencia, ha llegado con sus mejores galas, vestida de azul y yerba. Se fue por San Juan, cuando las flores se convierten en frutos y las hogueras de la mágica noche elevan lenguas de fuego a la atmósfera; esa noche la estación de la luz emprende viaje por los senderos del aire, por entre los soleados trigales de la campiña, a cumplir su destierro.
Dormida en el sabor de los frutos estivales, oculta en las doradas hojas del otoño, aterida en las desnudas ramas del invierno, la primavera teje calladamente sus ropajes y empieza a salir de su letargo cuando enero se convierte en un cercano recuerdo: anuncia entonces su regreso desde la flor de los almendros, se asoma a la nueva vida en los brotes verdes de febrero y renace como un canto de luz en las aulagas de marzo, amarillas de sol y tierra.
La aulaga o genista es un arbusto espinoso que florece espectacularmente en este tiempo. Vive en climas mediterráneos. Hay quien afirma que la corona que a Jesucristo le colocaron para mofarse de él y para herirle la hicieron con ramas de esta planta. Fue utilizada antiguamente para teñir paños. Y cuentan los aficionados a la medicina natural que sus flores suben la presión arterial, estimulan la excreción de orina y regulan el ritmo cardíaco. No sé si realmente tiene esos poderes curativos, pero sí que sus colores alegran los ojos, las veredas y el paisaje.