El pueblo en el que nunca pasa nada
A veces hay que parar, sentarse al borde del camino y pensar y descansar. Para hacer tal cosa, nada mejor que un pueblo ubicado en la comarca del Maestrazgo, en la provincia de Teruel, con nombre que parece ordenarte que lo mires y te vayas: Miravete, Miravete de la Sierra. Yo lo he visitado, lo he mirado y me he ido, pero algo de mí ha quedado entre sus calles, en la compañía de Cristóbal, un hombre que si yo tuviera que describir, el calificativo único y en grado superlativo que le aplicaría sería el de amable. Un hombre amable y sabio, con 87 años, que cultiva la vida en la tierra de su huerto, frente a su casa, y del que me hice amigo en tiempo récord, en las pocas horas que compartí con él, caminando por las empedradas calles y tomando un refresco en el único bar del pueblo. Cristóbal es el alma de Miravete.
Por Miravete no se pasa para ir a ninguna parte; es decir, o vas allí o no vas. Tiene algo menos de 50 habitantes, aunque en invierno allí permanecen -según me comentó Cristóbal- unos quince; casi todos ellos mayores. El médico les va los miércoles, el mismo día que el secretario del Ayuntamiento; el alcalde vive en Zaragoza.
No es un cuadro, es la vista que hay desde la ventana
de la habitación del hotel "Casa del Cura" donde pernocté.
de la habitación del hotel "Casa del Cura" donde pernocté.
A pesar de ser tan pequeño, Miravete cuenta con varios monumentos dignos de mención: un puente medieval sobre el río que atraviesa la población y que hay que vadear con el coche si se quiere llegar a la Plaza Mayor y al núcleo urbano principal.
La Iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, de estilo gótico tardío, interiormente decorada con pinturas de estilo barroco, data del siglo XVI y necesita ser ampliamente remozada. El puñado de habitantes de Miravete, con su esfuerzo y su amor por el pueblo, ha conseguido recursos económicos para reparar las techumbres del templo, por las que entraba agua en abundancia. Han logrado así parar el intenso deterioro que esta joya arquitectónica dejada de la mano de Dios, estaba sufriendo.
Estas y otras muchas cosas me fue contando Cristóbal a lo largo del paseo. Finalmente nos hemos despedido expresándonos el mutuo deseo de volver a vernos en otra ocasión.
Cuando me disponía -horas más tarde- a abandonar el pueblo, Cristóbal me estaba esperando junto al coche para regalarme una bolsa de patatas recién cogidas de su huerto; yo le correspondí con una lata de carne membrillo casera que llevaba entre mi equipaje con destino distinto al que finalmente tuvo.