Foto de mariajesusparadela
Paco Tragabuche daba largas zancadas en el pequeño salón de su casa: desde la ventana que miraba a la calle hasta la pared de enfrente, desde la pared a la ventana: uno, dos, tres pasos y vuelta; uno, dos, tres pasos y vuelta. En las sienes le golpeaba la sangre como martillo en un yunque. Uno, dos, tres… Uno, dos, tres… En una de las vueltas, Paco se paró ante una mesita baja, redonda, vestida con unas enaguas color púrpura y un hule blanco, sobre la que se levantaba una capillita de madera envejecida que daba cobijo a una virgen rosa y azul, María Auxiliadora; auxilium christianorum, rezaba una pequeña inscripción dorada en el frontispicio de aquel remedo de altar que circulaba a diario por las calles del pueblo, que pasaba de familia devota a familia devota, en un rito circular que iba desde los más lejanos miedos al infierno a las más dulces esperanzas de vida eterna.
Foto tomada de internet
A los pies de la capillita, reflejándose en el cristal que separaba la santa imagen del resto del mundo, ardía una mariposa que flotaba en el negro aceite que contenía una tacita blanca y celeste sin asas. No había más luz en la habitación que esa y, en aquella penumbra, contra la pared, se dibujaba la sombra encorvada de Paco, que, tras mirar fijamente hacia la velilla encendida, volvió a moverse a zancadas por la habitación. Uno, dos, tres y vuelta... Solo se escuchaban sus pasos, su agitada respiración y, en la distancia, la música de la orquesta que animaba la verbena del pueblo, la fiesta que aquella noche reunía en la plaza a hombres y mujeres que danzaban al son de vinos y pasodobles, de cubatas y salsas.
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Uno, dos, tres… A Paco le hervía el silencio de sus pensamientos en la cabeza; abrió la puerta de la casa y salió al exterior; una brisa cálida le encendió el rostro, rojo ya de ira contenida y vino peleón; bajó la calle y dirigió sus pasos hacia la plaza, hacia la música que azotaba su alma, que incendiaba su tristeza, su rencor, su odio, sus ganas de herir, de matar, de destruir el mundo que le rodeaba.
En la plaza, la gente era feliz, cientos de ojos sonrientes se miraban entre sí, se hablaban, se reconocían; a él, ni una mirada le concedió el consuelo de decirle que sabía que también él existía para los demás. Volvió sus pasos hacia las calles que le alejaban de la fiesta y los encaminó hacia el monte, negro y verde, seco y olvidado.
Allí, en el monte, la brisa se había convertido en viento de levante. Un búho de ojos como ascuas vigilaba la llegada de aquel intruso que echaba humo por la boca y a quien, de vez en cuando, se le encendía una luz rojiza cerca de los labios. Paco tiró el cigarro al fondo del arroyo de Las Lanzas, que ya hacía meses que no portaba agua sino suspiros de polvo y sed de cielos nublados; el Tragabuche rascó una cerilla contra una piedra y encendió una candela con dos puñados de pasto amarillo que había arrancado con sus propias manos; anduvo unos metros y encendió otra bajo una encina joven, otra más mientras andaba por los perímetros del monte y una última junto a unas zarzas polvorientas, antes de perderse en las oscuras esquinas de la noche.
En la plaza la gente seguía soñando con ser feliz. En una esquina de la verbena, el alcalde, un policía y un vecino hablaban aceleradamente, gesticulaban con las manos; varios hombres se les acercaron y el grupo entero abandonó la fiesta. La noche estaba ardiendo por donde más dolía…
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La luz del amanecer vio cómo el monte humeaba por uno de sus costados, el verde de cientos de pinos y encinas, de lentiscos y algarrobos, se había vuelto negro y un intenso olor a quemado flotaba en el aire. Una mujer vestida con hábito morado y cíngulo amarillo, con demasiados sufrimientos a cuestas, María Tragabuche, atravesaba la plaza portando la capillita de madera hacia la casa de la siguiente devota de María Auxiliadora. En el monte, Paco ayudaba a extinguir el fuego. Uno, dos, tres y vuelta. A mediodía, volvió al pueblo, a la taberna, a beber para ahogar los recuerdos de la última noche, y allí bebió y bebió una, dos... diez pócimas de olvido hasta que una figura tocada con tricornio y bigote le apartó de la boca el último buche de un largo trago de vino y fuego.